Translate

Luces del circo

“LAS LUCES DEL CIRCO NUNCA LAS VAMOS A APAGAR”
Algunos derechos reservados (Pompilio Peña)

Habrían de pasar más de cuarenta años antes de que Arturo Cardona recorriera el país con carpa propia. Antes, había pasado por tantos circos que llegó al punto en que le fue difícil recordar con exactitud los nombres de compañeros de escena, y hasta tubo muchas veces la mala suerte que la memoria le trocara los apodos en pleno espectáculo de payasos. También había aprendido tantos movimientos hilarantes y tantos chistes distintos que se demoró cerca de un año escribiendo actos completos en una carpeta a la cual sólo tiene acceso él. Sus primeros brotes como payaso no pudieron ser más casuales. Su padre, luego de una larga ausencia de giras con el Circo del indio Chihuahua, regresó a su casa en Tunja, penetró en la casa sin ser advertido, cruzó la sala, avanzó por el largo corredor de la casa multifamiliar hasta la cocina, y halló a su esposa y Arturo haciendo el desayuno en compañía de otros inquilinos; antes de que se dieran cuanta de su presencia, dijo con su característica voz de payaso: “He regresado, familia”.

Ese mismo día en el comedor expuso su deseo de que Arturo y su esposa lo siguieran: “Empaquen sus ropas, nos vamos a vivir al circo. Y tu —dijo dirigiéndose a Arturo—, serás payaso como tu padre, y de ahora en adelante te llamaré “Cebollita” ”.

Y así fue. Ninguno de los dos se rehusó a tal idea.
Al día siguiente estaban instalados en la carpa, un mundo tan fuera de lo cotidiano y con personajes tan distintos —aunque con un amor colectivo—, que esta es la hora en que Arturo Bustamante no ha podido dejar de practicar e inventar actos con sus compañeros de escena.

A la semana, luego de haber ensayado sin descanso junto a su padre, Arturo tuvo su primera experiencia como payaso. Con un número de espectadores que repuntaba las mil personas, Arturo apareció en la pista con la cara totalmente pintada de blanco y rojo, con una peluca parecida a la cabellera del Pibe Valderrama, y con un vestuario tan ancho y abigarrado que los pantalones de cargaderas se le caían sin haberlo acordado, fue de esa manera como mostrar los calzoncillos largos con círculos rojos se convirtió en un acto que no podía faltar.

Y no solo aprendió el difícil arte de hacer reír a la edad doce años. Aprendió malabares, le sobraron las ganas de versarse en el trapecio pero una caída lo traumatizó para toda la vida, y sin querer pretenderlo siquiera descubrió que era bueno extendiendo la baraja como un abanico, pero a falta de alguien que le enseñase trucos desistió en el intento, aprendió algunos trucos de magia pero nunca se animó en serio a sacar un conejo del sombrero. Poco tiempo después, estando en el Circo de los faroles, aprendió el arte de lanzar puñales con un indio, y veinte años después, hoy en día con su circo, en una penumbra de tensión con su esposa contra en una pared de madera, Arturo Cardona le arroja diez puñales dos de ellos con el mango encendido sin tocarle un cabello.

—Hoy en día eso ya no me pone nerviosa, a pesar que una vez casi me vuela una oreja, cierto mijo.
—Ay, miamor, no me acuerde de eso.

El circo Carpa chou de Cebollitas
Obtener la carpa no fue nada fácil. El circo que compró hace cuatro años, según cuenta, no era nada comparado con el que tiene en la actualidad. La había comprado por quinientos mil pesos a un hombre que no dejó de pedirle plata por un año. “Recuerdo que me lo vendió roto, con doce metros de cable y un pilar, y, pues, yo con eso no podía hacer nada, habíamos acordado que me daba veinticuatro palos y treintaidós metros de cable. Había llegado hasta encimarle una nevera pero el muy desgraciado seguía insistiendo que le diera más plata; no me aguanté más y llamé la policía, y bueno, ya sé puede imaginar. Muchos años después, ya con el circo más arregladito y hacinado funciones, me vino a pedir trabajo pero no se lo di, y no me arrepiento”.

Con un circo de un pilar, con los ruedos de costales, cuatro payasos, un mago y un contorsionista, Arturo llegó a recorrer todo Boyacá. Hoy en día con el circo restaurado, ha estado en tantas partes que no tiene idea de cuantas funciones ha realizado. “Ahorita estamos aquí en Medellín, en el barrio Palermo, pero hacemos una función más en esta ciudad y cogemos para Bogotá”, dice.

Pero esto del circo es más que un gusto, hay que tener la vena artística, es como si esta pasión se transmitiera por la sangre, un atavismo inevitable, eso lo demuestra el mismo caso de “Cebollita”, su hijo, Braian Cardona Bustamante, también es payaso y ostenta el tan envidiado apoco de “El niño plástico”, con doce años puede doblarse de tal manera que parece que en vez huesos sus carnes estuvieran sostenidas por cartílagos. Empezó siendo payaso a los dos años. “Por aquel entonces estábamos en el circo Corner —comenta Braian con una sonrisa—, en ese tiempo el circo más grande del mundo. Eso no iba a pueblos iba a ciudades”. A partir de los cuatro años empezó a practicar para ser “El niño plástico”. “Hay veces que me duelen los huesos —continua Braian—, le digo a mí papá pero dice que es normal; yo no le creo”. A estado en muchos circos y la razón es simple: “Muchas veces nos llegamos a encontrar con patrones que se la quieren montar a uno, y uno no puede regalar su destreza así como así”.

El espectáculo (primera parte)
A las ocho en punto de la tarde, cuando en los alrededores del circo ya se veía la gente impaciente y ansiosa, “Cebollita” se acercó a Cristian y le indicó con la mano que ya podía dejar entrar a la gente, luego se arrimó a su hijo que vendía las boletas.

—Cómo vamos —preguntó “Cebollita” mirando la caja.
—No muy bien.
—Cuántas se han vendido.
—75, casi todas niños —contestó Braian haciendo cuentas mentales.
—Bueno. Ojo, pues, que hoy sales como payaso.

Cuando “Cebollita” se alejó, Braian le indicó a Maicol Andrés que se acercara.

—Comparado con ayer, hoy no va a entrar ni la mitad de la gente. O qué dices tú.
—Aun es temprano, esperemos a ver —dijo Andrés sin mirarlo.
—Y cómo tienes la mano, todavía te duele.
—Más o menos —replicó con un gesto de dolor frotándose la muñeca.

El circo empezaba a llenarse. Carlos Alberto, “El enano prodigio”, se ponía su traje negro con lentejuelas en el pecho mientras su esposa Rocío, un metro más alta que él, hacía lo mismo pero con el traje de maga: se hizo un moño esponjado en el pelo y prefirió no ponerse guantes. Hernán Palacios, un moreno alto de labios salientes, esculcaba en el baúl de los trajes, pero no halló lo que buscaba, alza la mirada buscando a “Cebollita” quien vigilaba el alambrado para que los niños que no tenían suficiente dinero para entrar lo hicieran de una forma clandestina.

—Tío —gritó—, que me recomienda para hay.
—Por qué no te pones el amarillo.

Hernán lo pensó sin agradarle mucho la idea. Volvió a gritar afirmando que se lo pondría.

En la parte trasera del circo, Luisa, la contorsionista, estiraba los huesos metida en su trusa verde de mayado trasparente en el vientre. Rodolfo Henao, uno de los payasos más famosos de Medellín, ya estaba listo, con un pantalón rojo de cargaderas, una camisa amarilla, peluca, y con la cara pintada. Se acercó a Herman quien se vestía en su carpa.

—Morenazo, cómo me veo —le preguntó totalmente serio.
—Pendejo, pues como un payaso.

A las dos y veinte todo estaba listo. “Cebollita” miró las graderías, se acercó al controlador de audio y acomodó un cable en una tabla llena de interruptores destapados, detuvo la marcha circense y luego de darles la bienvenida a los espectadores anunció por el micrófono que la función empezaría en un minuto. La gente no parecía temer sentarse en lo que en realidad eran unas tablas largas sobreexpuestas y atadas con lasos. En la entrada del circo, Dora, la esposa de “Cebollita”, vendía manzanas acarameladas y crispetas. Braian apareció de payaso con un paquete grande de chitos, haciéndose el desentendido mientras golpeada a los niños con el paquete.

—Chitos, lleve sus chitos.
—A como —preguntó un niño.
—A usted —lo miró haciendo un gesto distorsionado— se lo dejo en quinientos.

De repente, las luces se atenuaron y el parloteo dejó de zumbar en las graderías, “Cebollita” colocó una música mística que puso a todo el mundo en suspenso: Señoras y señores —sonó una voz melodiosa— les habla “El enano prodigio”, parasicólogo, mentalista y naturista. Les vengo a ayudar en sus problemas... Luego de una larga presentación, la voz del parlante dio las instrucciones para su acto: Escriban, en el papel que le facilitará mí asistente, una pregunta sobre algo que quieran saber. Por favor, les recuerdo, no me pregunten de política ni de fútbol, hagan una pregunta de corazón. Les reitero, con nombres propios por favor... Y así fue, más de seis personas le escribieron una pregunta. Antes de que la asistente saliera de escena, Hernán, vestido de payaso, irreconocible y con el nombre de “Pókemon”, saltó a la pista haciendo lo que mejor sabe hacer. Entre él y “Cebollitas” hicieron un espectáculo de diez minutos, el típico acto en donde el payaso asegura tener una novia entre el público; la victima había sido niña que no resistió la vergüenza y antes de que terminara la primera parte del espectáculo no se volvió a ver por ninguna parte. Inmediatamente después de este acto, apareció Maicol vestido con una trusa amarilla que le dejaba ver parte del pecho; se montó en el trapecio —que en realidad eran un columpio— y ejecutó con maestría saltos mortales y maromas increíbles, los espectadores estupefactos y la música electrónica hacía que el ambiente se tornara tenso y emocionante.

—Aplausos para “Valor” —dijo “Cebollita” por el micrófono—. Y... preparados para un salto mortal —Maicol se soltó de las cuerdas y se suspendió en el aire tocando con las manos el techo de la carpa y cayó como si se fuera a estrellarse contra piso, pero no, una atadura especial con los pies lo dejó boca abajo, la gente pegó un grito y...— Aplausos para este gran artista.

Los aplausos no se hicieron esperar.

—Bueno, sigues tú —le dijo “Cebollita” al “El enano prodigio”—. Toma el micrónofo.
Rocío se acercó a Carlos Alberto, éste le entregó los papeles con las preguntas y levantó la cabeza para mirar a su esposa a los ojos. “Ya sabes que hacer”, le dijo.

Dora apareció en el escenario con un cenicero, acompañada de la misma grabación mística. En ningún momento miró el público, sólo se dispuso a quemar los papelitos con las preguntas en el centro de la plataforma donde todo el mundo la viera. “Señoras y señoras —anunció “Cebollitas”—, con ustedes, la persona a la que Dios privó de estatura pero que dotó de sabiduría: “El enano prodigio””.

Los espectadores callaron esperando la salida del mentalista. Mientras tanto, afuera del circo, Hernán junto con Maicol fraguaban su plan.

—Ey, parse, cuanto es que es.
—Mil pesos. Pero si se va a entrar hágalo ya, antes de que se acabe la primera parte.
—Y en cuanto nos deja meter a los dos —dijo el niño señalando a su compañero.

Hernán miró a Maicol esperando que dijera algo, pero no dijo nada.

—Bueno, en mil quinientos los dos, pero ya.
—Listo.

Hernán recibió la plata y levantó el alambre de púas para que pudieran pasar.

—Parse, gracias.
—Piérdase.
—Maicol —dijo Hernán— mirá que nadie se acerque. Y si sí, me silbas, oíste.

Maicol, sin decir nada, fue a mirar.

—Y ustedes qué, van a entrar sí o no —se dirigió a otros niños detrás del enmallado.
—No, es que sólo tenemos de a quinientos pesos.
—A no, hermano, así no puedo.

Adentro, Braian terminaba de pintarse.

—Ey, “Trompo” —dijo Braian a Rodolfo—. Tenés color rojo para que me regales un poquito.
—Claro, espere —al momento regresó—. Vea.

Se miró al espejo, Braian, que esa noche no hizo del niño plástico, se pintó los párpados de blanco y los pómulos y labios de rojo; para terminar se puso el gorro he hizo su mejor mueca: “listo”, dijo.

La música dejó de sonar. “El enano prodigio” tomó una ceniza, plegó la frente y cerró los ojos como si vinieran a su mente imágenes aciagas. Levó el micrófono a sus labios.

—Clara, quién es Clara —pregunto al publico pero nadie alzo la mano—, Clara pregunta por un hermano, su nombre es Ramón.

Una mujer ubicada en la parte derecha de las graderías levantó la mano.

—Eres tú —pregunto el enano.
—Sí —dijo Clara con timidez.
—Querida amiga —prosiguió el enano—, no te diré mentiras, tu hermano está mal, ¡pero no te preocupes!, El destino le tiene previsto algo bueno en el futuro.

La mujer no dijo nada. El enano calló por un momento sin dejar mirarla, luego con una voz consoladora dijo. “Hagamos una cosa. Sé que estás nerviosa, si quieres, te puedo atender después de la función, te rebelaré muchas cosas. ¿Quieres?.

Todos quedaron sorprendidos. Luego el enano se hizo en el centro y prosiguió: “Señoras y señores, si pudiera adivinar la suerte no estuviera aquí, tendría plata adivinando chances, pero sí puedo ver su porvenir y su destino.

Afuera, muy prevenidos de que no los pillaran, Maicol y Hernán continuaban con su plan, teniendo como cómplice a Cristian, quien recibió la bonetería antes de que la función empezara.

Luego el enano anunció que pasaría vendiendo por dos mil pesos lo que él consideraba un trabajo nada fácil: cartas que interpretaban los astros según el signo zodiacal de la persona. Y así fue, “Cebollita” anunció un receso de cinco minutos mientras los otros artistas se preparaban para la función.

Anecdotario
Fue a la edad de siete años cuando Hernán Palacio tubo la oportunidad de ver un circo. Entró al espectáculo cuatro veces seguidas, y quedo tan encantado que para cuando su mamá se dio cuanta que se había ido con el circo, Herman ya dominaba con destreza los malabares con tres pelotas. A pesar de su talento comenzó como barrendero del circo, al mes ya se pintaba la cara y a los dos ya tenía su traje de payaso y salía a la pista atiborrada de espectadores con más vergüenza que no tenerla. Siendo malabarista y payaso pasó hacer trapecista, tan bueno que era casi imposible que no saliera almenos cada dos veces como “El niño de las alturas”. Pocos meses después, con las graderías totalmente llenas, la cuerda lo tomó a destiempo, dio tres vueltas en el aire y calló de nalgada, de tal manera que cuando despertó se encontró en un hospital con la mitad del cuerpo enyesado. “Si te bueras pegado un poco más duro, hubieras quedado inválido”, le dijo el doctor que lo trato, “Recuerda —insistió el doctor—, el yeso no te lo puedes quitar hasta cumplir ocho meces”, pero a los cinco, ya después de haber recorrido más de doce pueblos distintos, se lo quitó, y casi de inmediato ya estaba en la barra estática haciendo piruetas.

Tres años después de haberse ido sin permiso de la casa, donde ya lo tenían por muerto, regresó a Vegachí, encontró a su madre en la parte trasera de la casa abanicando el fogón del sancocho, y a su padrastro durmiendo por una borrachera del día anterior; su madre no lo saludo, lo que hizo fue avanzar hacía él y mandarle un bofetón que le dejó la cara hinchada por las de una semana, luego su padrastro le dio una cueriza tan fuerte que a los dos días de haber llegado Hernán volvió a desaparecer y esta vez para siempre.

—Ey, Rodolfo, a quien fue que mató una elefanta hace dos años en Bogotá
—le pregunta Hernán a “Trompito”.
—Hace dos años —dijo como si pensara—, ¡a, ya! Pues claro, si yo estaba en el espectáculo. Usted trabajó con él; eso fue en el Circo hermanos Gasca, era uno de la familia Mitrovich.
—Sí señor. Me contaron que lo agarró con el “moco”, le clavó los colmillos y luego de arrojarlo contra el piso, le aplastó la cabeza.
—Usted se imagina, ese circo estaba lleno, no le cabía un alma.
—Eso le pasa por lastimar a los animalitos.
—Si, ese man tenía la costumbre le electrocutarlos cuando se resabiaban
—hace una pausa y luego dijo sorprendido—: imagínese que los ojos los encontraron fuera de la pista.
—Dios me libre —y se hacha la bendición— verdad, que hiciste cuando ocurrió eso.
—Que más podía hacer, pues me tapé los ojos al igual que todos.

Rodolfo Henao
Para cuando él nacido su padre llevaba más de tres décadas siendo payaso. A la edad de cinco años se puso por primera vez una nariz roja tan grande, que le era difícil mirar por encima de ella. El Circo unión de los muchachos había sido para él como una familia. Era tan grande que se demoraban levantando la carpa cerca de cuatro días entre más de veinte personas. Rodolfo, a diferencia de muchos actores del circo, solo se dedicó a perfeccionar el arte de la risa hasta el punto que los cirqueros no temían dejarlo solo con el público. Tuvo la mala suerte de que en una ocasión, estando instalados detrás de la estación de policías en La Victoria (Valle), en un lote árido y prolijo, un ventarrón “de los mil demonios” dobló los siete pilares como si fueran de plástico, y rajó la carpa en tantas partes que unirlas salía más caro que volver a comprar la carpa completa.

A la edad de catorce años estuvo a punto de recluirse en el EPL, si no fuera porque la maleta que le habían encargado pesaba tanto que no aguantó el ascenso de una montaña en Carepa. “Volémonos ya”, le dijo Rodolfo a su amigo “Pica Pica”. “Aprovechemos que vamos de ultimas en la fila”, y así fue, sacaron de la maleta lo que creían menos necesario y no volvieron nunca por esos lares.


—Vea, sabe qué, yo estando con mi papá, hace ya muchísimos años
—continua Rodolfo hablando—, eso fue en el Campín, me toco ver como el elefante más grade del Circo hermanos Gasca revolcó a un gamín con el “moco” y luego lo partió en dos pedazos.

Hernán hizo un gesto de asco.

—Y eso cómo fue.
—Según lo que me contaron hacía seis años que a ese mismo gamín le ofrecieron cincuenta mil pesos para que le fuera a sacar un pelo del “moco”.
—Y que pasó —interrumpió Hernán sin quererlo.
—Pues el gamín se fue como si nada, con su traba encima y cagado de la risa —pensó un momento—, recudo claramente que escuchamos unos gritos, y todo el mundo coja pa’ allá y preciso, ese man aplastado en el piso.
—Qué cosas, ¿no?. Pero sabe cual me pasó a mí —dijo Hernán totalmente serio.
—Cuente a ver.
—Yo estaba con El circo de Luisa, ¿sabés quién era? —miró a Rodolfo esperando su respuesta.
—Claro que sí.
—entonces imagínese que de ahí nos fuimos para Palmira, cerca del hospital, cuando íbamos a poner la luz, el crispetero, que viajaba con nosotros, presto una escalera metálica —respiró profundo—, se monto mientras Luisa, el dueño del circo, le sostenía la escalera. No sé cómo fue, pero en todo caso la electricidad la pusieron a 220 V, y... ¡pumm! Un corto circuito.
—Uy, fuemadre. Sí a mi me contaron.
—En todo caso, el crispetero voló y le destruyó esta parte —le señaló su abdomen—, lo más berraco es que el quedo vivo quince días; don Luisa murió instantáneamente —luego de un silencio reflexivo, repunta—: ¡Ah! Y al patrón eso le explotó los testículos.
—¡Sí! — replica Rodolfo con una expresión de pavor.
—Imagínese, a mí me toco ver todo eso.


El espectáculo (segunda parte)

El enano prodigio había desaparecido con su caja de madera llena de predicciones. En su lugar, luego de una presentación al mejor estilo de las vegas, su esposa apareció en escena con su traje de maga negro y una asistente. “Señoras y señores —dijo “Cebollita” por el micrófono— la vela misteriosa”, Rocío encendió una vela y luego la metió en un cilindro, cuando lo quitó, apareció lo que parecía ser una flor artificial. “Y el aplauso del respetable”, y todos aplaudieron.

Afuera, Hernán y Maicol continuaban con el plan.

—Bueno, ya los dejo entrar por quinientos —anuncio Hernán al grupo de niños impacientes.
—No será peligroso —interrumpió Maicol con miedo—, ya son muchos niños y es más fácil que nos pille el patrón.
—Confía en mí —le dijo mirándolo a los ojos.

Metió unos veinte niños más.

El último truco de la maga fue sacar pañuelos y más pañuelos de una cajita color crema. “Y despidamos a la “Dama de la magia” con un gran aplauso.

El siguiente acto dejó a todo el mundo estupefacto, Luisa, la contorsionista, hacía movimientos tan increíbles que un hombre de barba cuidada le dijo a otro:

—Esa mujer en la cama debe ser una maravilla.
—No lo dudo —respondió mojándose los labios con la lengua.

Utilizó su cabeza como eje mientras sus piernas caminaban en la dirección de las manivelas del reloj. Parecía que no tuviera cuello. Hizo unas piruetas, brincó de para atrás he hizo movimientos prohibidos con las manos.

—Deber ser toda una tigresa —dijo con voz lasciva.
—Ay, mirale esa nalguita.

“Queridos espectadores, no intenten estos movimientos, es necesario muchos años de entrenamientos”. “Cebollita” salió de la carpa buscando a “Trompito”; lo halló sentado mirando el cielo.

—Qué hubo, seguís —le indicó con las manos que se moviera.
—Ya, tan rápido.
—Sí.

Era tan difícil sostener la risa, que la mayoría de la gente se sostenía la barriga con las manos. “Trompito” hacía un mechón con su pantalón ancho en la parte de la entrepierna, se sostenía en los dedos de los pies, flexionaba las rodillas y luego las juntaba y separaba con una gracia profesional. Fue el último que se presentó. Cuando la gente salía “Cebollita” por el micrófono invitaba a los espectadores a que estos le hicieran propaganda al circo. En menos de quince minutos no había nadie en las graderías.

—Oíste, nunca has pensado volver a tu casa —le preguntó Rodolfo a Hernán que se río.

En esas pasó Maicol, Rodolfo lo llamó con la mano.

—Maicol, cierto que éste man debería darse una oportunidad y visitar a la mamá.
—Sí, por qué no.
—Nooo, ni por el berraco, usted se imagina que ese hijueputa de mi padrastro me vuelva a coger a correazos.

En ese instante “Cebollitas se asomó por un extremo de la carpa.

—Muchachos, me hacen el Favor de apagar las luces cuando salgan.
—No, don “Cebolla”, las luces del circo nunca las vamos a apagar —dijo Rodolfo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Es tu arrecife de coral y aquí dejas tu huella marinero...